El autor Louis Anslow publicó recientemente una nota de opinión en The Guardian con un título que inmediatamente captó mi atención: "Black Mirror's pessimism porn won't lead us to a better future". La premisa es provocadora: cada vez que aparece una nueva tecnología abundan las visiones distópicas y se ignoran los efectos positivos que estas pueden traer.
Confieso que el título "porno del pesimismo" fue lo que más me llamó la atención. La idea de una especie de morbo y de placer que da el sentirse que uno entiende el futuro mirando al pasado, pero a cierto recorte de él que se enfoca en lo "malo conocido", en horrores y tragedias que hemos vivido.
El atractivo oscuro de la negatividad
¿Por qué nos resulta tan seductor el pesimismo tecnológico? En parte, porque da certeza en un mundo profundamente incierto. Las narrativas apocalípticas sobre la tecnología nos ofrecen explicaciones simples para fenómenos complejos, proporcionando un marco interpretativo que calma nuestro malestar al explicar el mundo, aunque sea con algo que entristece y nos supera. Esto es particularmente del gusto de generaciones que conocieron otro tipo y otro ritmo de mecanismos de información. Ese tiempo pasado que siempre fue mejor.
Esa simplicidad en la explicación conlleva una sencillez en la reacción: un mecanismo de falsa agencia que opera como simulacro de resistencia diluyendo nuestras acciones. Así, compartir indignados un hilo viral sobre ‘el algoritmo de TikTok que adoctrina’ o retuitear la última metáfora de Black Mirror se convierte en rito performativo que sustituye la acción política real, alimentando el adormecimiento que nos impide pensar soluciones razonables.
Finalmente, creo que hay algo aún más profundo en juego: una idea de que el oponente es tan poderoso y formidable que sólo podemos quejarnos y que cualquier organización para vencerlo más allá de la catarsis de la indignación sería inútil. Esto deriva en una pulsión autodestructiva que ha sido bien aprovechada por algunos actores políticos.
Si no podemos hacer nada porque el sistema es todopoderoso, las opciones que tenemos son entregarnos a un destino cruel o acabar con el sistema. Esto conecta bien con quienes abogan por la destrucción del orden liberal occidental (como Curtis Yarvin, filósofo favorito de las extremas derechas, o como algunos exponentes de la izquierda "antisistema").
Hablando de posibilidades prácticas, suele pensarse que lo posible es aburrido. Siempre es mejor proponer soluciones casi imposibles de aprobar, implementar o sostener, de modo de tener algo de alivio si se aprueban y algo de qué quejarse si no se aprueban o no funcionan. Lo políticamente viable requiere compromisos, matices y reconocimiento de la complejidad, todo lo cual resulta menos estimulante que las soluciones radicales e imposibles. Defender, digamos, una regulación moderada pero efectiva nunca dará los mismos réditos emocionales que clamar por la destrucción total del sistema o por prohibiciones absolutas. El trabajo paciente de la política democrática carece del dramatismo de las grandes narrativas revolucionarias o apocalípticas.
Los pánicos tecnológicos tienen historia
El miedo a las nuevas tecnologías tiene una larga tradición. Hasta las bicicletas eran consideradas una amenaza en su momento. Estos miedos tienen consecuencias reales: Anslow cita correctamente los temores a los transgénicos que, por ejemplo, no entienden el gran valor que pueden aportar para la ingeniería genética de cultivos más sostenibles para alimentar a millones de personas. O los miedos a la energía nuclear por causa del accidente de Chernobyl, que hicieron que muchos países volvieran a métodos de generación de energía muchísimo más contaminantes como las dependientes de combustibles fósiles.
En términos de organización cultural y social, los pánicos también son moneda corriente. Un ejemplo que me gusta por lo específico de la tecnología y sus consecuencias regulatorias es el de los "video nasties" en el Reino Unido y parte de Estados Unidos en los 80. Una oleada conservadora hiló un crimen horrendo con la posible influencia de películas de terror, lo que llevó a la censura de cientos de títulos que hoy en día se consideran expresiones usuales del género de culto del "exploitation" de aquella época. A esta altura, esto tiene que sonar familiar: los teóricos peligros para los adolescentes de los videojuegos, de la TV, de internet. Ni hablar del famoso caso "Cambridge Analytica" y el supuesto voto teledirigido.
La conspiración como identidad
Las narrativas catastróficas también pueden incluir elementos propios de las teorías de la conspiración, en especial el carácter secreto o revelado de los postulados (vía científicos rebeldes, whistleblowers, etc.) y aspectos identitarios.
Estas teorías siguen existiendo porque, como dice ContraPoints, la clave está en disfrutar de un misterio. De algo irresoluble. Si el tema en cuestión es abordado como un hecho que se empieza a conocer y estudiar en serio (como el sesgo algorítmico de las redes o de la IA) deja de ser misterioso y en algunos casos nos sentimos compelidos a movernos a la siguiente teoría en lugar de interesarnos por la investigación profunda y las respuestas posibles.
Por otro lado, es excitante investigar, saber antes que otros, algo atávico para dar valor en nuestro grupo de pertenencia. Descubrir "la verdad oculta" nos posiciona como individuos perspicaces en un mar de ingenuos, otorgándonos un estatus social y una identidad diferenciada. Este componente identitario es fundamental: no solo creemos en ciertas narrativas porque explican el mundo, sino porque nos explican a nosotros mismos y nuestro lugar en él. Durante la pandemia vimos este mecanismo en acción: compartir teorías sobre chips 5G en vacunas daba estatus de “investigador independiente” frente a los crédulos dominados por el sistema.
Así, podemos convertirnos en los "despiertos" frente a los "dormidos", los que "ven la matrix" mientras otros viven en la ignorancia. Todas las falacias argumentativas y cognitivas juntas se fusionan en este cóctel de justificaciones.
Además, las teorías conspirativas poseen un mecanismo de autoprotección psicológica formidable: convierten cualquier crítica en prueba de su veracidad. Cuestionarlas implica automáticamente ser parte del engaño o carecer de la perspicacia necesaria. Su fuerza radica precisamente en su arraigo identitario: no explican el mundo, sino que definen quiénes somos frente a los ‘otros’. Este circuito autorreferencial transforma los contraargumentos en nuevas evidencias, sellando herméticamente el sistema de creencias. La verdadera amenaza yace en esta inmunidad dialéctica que anula la posibilidad misma de diálogo y evolución conceptual.
Los problemas del goce de la negatividad
El principal problema de estas visiones es que, por un lado, no tienen evidencia suficiente para respaldar la gravedad de las afirmaciones que hacen, como en el caso de las teorías de manipulación mental al punto de generar estados de violencia o movimientos políticos que se apoderan de países o culturas (algo que viene siendo afirmado por izquierda y por derecha).
Tomemos el caso de los adolescentes y los smartphones. En los últimos cinco años, Estados Unidos y otros países como Reino Unido han estado dominados por la narrativa de una "crisis de salud mental juvenil" supuestamente causada por las redes sociales. Pero los datos están controvertidos y en algunos casos cuentan una historia diferente que sugiere que los problemas de salud mental de los adolescentes están más relacionados con la disfunción familiar que con la tecnología (algo que no vende libros ni genera titulares).
O consideremos el caso de Cambridge Analytica. A pesar del pánico mediático desatado en aquel entonces, existe poca evidencia de que la publicidad microfocalizada (microtargeting) pueda cambiar las preferencias electorales.
Por otro lado, la negatividad extrema da lugar a un posicionamiento político meramente reactivo. Que elige indignarse y pensarse a sí mismo y a la sociedad que intenta transformar como peones del juego de fuerzas casi irrefrenables. Donde la voluntad no juega rol alguno y somos meros títeres de los designios de alguna tecnología de la que no podemos (ni podremos) escapar.
¿Notaron por ejemplo que en la mayoría de las historias en esas series no existen activistas, abogados, instituciones estatales o espacios de resistencia con poder como para oponerse o hacer algo al respecto de lo que sucede? Por lo general se pinta una visión totalmente debilitada de las instituciones que se involucran, quizá como crítica social a una tendencia hacia su precarización, pero que no deja lugar alguno a su rescate y valorización, que es justamente lo que podría darnos alguna esperanza de cambio.
Esto nos deja en una posición de indefensión que nos vuelve vulnerables a que algunos aprovechen para vendernos soluciones que no funcionan. Quizá por eso tenemos recetas tan malas y solo nos queda confiar en mesías o iluminados que tratan de caernos bien pareciéndose hablando de “sentido común”, lo que importa más que fijarse en la calidad de sus argumentos que por lo general son ineficaces o directamente perniciosos.
Hacia una narrativa transformadora
Dice Anslow: “un nuevo progresismo que abrace la construcción sobre la obstrucción debe encontrar nuevas alegorías para la tecnología y el futuro”. Agregamos que esas narrativas de poder, de cambio y de complejidad, deben ofrecer varios frentes de trabajo que incluyan la crítica y la previsión de futuros distópicos, pero que también usen algo de esa inventiva para pensar resistencias a nivel individual y colectivo. Y que consideren la multitud de circunstancias económicas, sociales, culturales, ambientales y también (claro) tecnológicas que están en juego.
Un futuro que sea nuestro no debe ser solo pensado sino también narrado en términos que no sean los del oponente y que pongan en práctica una obligación moral de imaginar un futuro donde el mal sea vencido. El goce del desánimo es el arma de los que pretenden el dominio de la conversación en su favor. Hemos aprendido a disfrutar de la narrativa que preferirían los barones de la tecnología que quieren vendernos su infalibilidad. Un goce oscuro que obnubila posibilidades de cambio, sacrificios y gestas que podemos construir hacia algo mejor.
Lo simbólico y el sacrificio por lo colectivo —caminos sin pausa y sin tiempo— parecen haber pasado de moda, dejando lugar a alegorías algo burdas con situaciones cotidianas para comentar en un asado y horrorizarse por las consecuencias del uso de los juguetes mientras la casa está en llamas. Aun cuando algunos de los que contribuyen al incendio sean esos vendedores de juguetes que, oh casualidad, también ofrecen soluciones a medida de sus intereses.
El valor de la distopía bien entendida
Con todo, reconozco que ficciones como Black Mirror, Adolescence e incluso algunos documentales sobre redes sociales pueden ser útiles más allá de la ficción, aunque tengan argumentos débiles. Estas narrativas distópicas, cuando se entienden correctamente, nos preparan para amenazas en ciernes al permitirnos imaginar los modos en que los usos de la tecnología pueden afectar nuestros derechos y formas de vida.
Su verdadero valor reside en ayudarnos a comprender qué está en juego y detectar nuestros puntos débiles para protegerlos mejor. Nos permiten identificar qué libertades fundamentales o derechos podrían verse comprometidos y, por lo tanto, qué es lo que debemos proteger tanto a nivel individual como social. Son como simulacros que nos entrenan para reconocer amenazas antes de que se materialicen completamente.
Sin embargo, este valor se pierde cuando las distopías se convierten en mero entretenimiento o, peor aún, en ejercicios de cinismo que se toman una ficción en serio. El problema surge cuando pasamos de "esto podría suceder si no actuamos" al "esto inevitablemente sucederá porque no podemos actuar". La diferencia es sutil pero crucial. Nos volvemos voyeurs de nuestra propia impotencia.
Conmover con una historia simplificada puede ser un buen primer paso para llamar la atención de una ciudadanía que necesita actuar ante injusticias sistemáticas, siempre que la separemos del cinismo. Ese susto inicial sin una narrativa transformadora y organizadora de las fuerzas humanas lo único que hace es desensibilizarnos ante el susto. Nos lleva a pensar que la siguiente injusticia es una película "que ya vimos" y que, como en ese goce pornográfico, deje sabor a poco en comparación con una acción política y colectiva de carne y hueso.
Queda abierta entonces una pregunta crucial: ¿Estamos dispuestos a intercambiar el placer inmediato del goce del pesimismo por la satisfacción difusa y demorada de construir futuros imperfectos pero habitables? Nuestra respuesta colectiva a este interrogante bien podría definir la forma de pensar los problemas sociales en el siglo XXI.